De nuevo me despertaba sobresaltado, una noche más que debía
permanecer en vela. Mi cuerpo temblaba y no lograba recobrar el aliento. Una
oscura y siniestra pesadilla me asaltaba cada madrugada, a la misma hora, y se
repetía sin cesar. El protagonista de tan desafortunado delirio no era otro que
mi mejor amigo, la persona que más me importaba.
Rocié sobre mi cuello el perfume más caro que poseía, saqué del armario un
elegante traje que poder ponerme y me dispuse a salir de casa feliz y
sonriente. Ni yo mismo comprendía qué provocaba tal estado de ánimo en mí, o al
menos no quería entenderlo.
Saludaba a todo aquel con el que me cruzaba, despertando miradas de asombro
e incluso cuchicheos. Y es que habitualmente, no solía mostrar a los demás el
lado extrovertido de mi personalidad.